Fue mi primera maestra, quizás por
eso la recuerde más. Pero creo que no, fue
su dulzura, la entrega en cada día de clases, y esa capacidad enorme que tenía
para llegar al corazón de los niños y alojarse allí para siempre, lo que me
hace recordarla.
Cuando apenas despegaba yo unos
centímetros del piso, me enseñó el arte de descifrar las letras y abrió a todos
las puertas del mundo de los libros, esos amigos que, con su modesta
intervención, nos extendieron la mano, pues fue ella la primera en descifrar esos raros códigos que nos
separaban de entender un cuento.
Cuando hablaba con esa voz dulce de
maestra, hasta el más inquieto callaba. Ella era la musa de los cuentos. De su
boca llegaron las historias de La Edad de Oro, Nemesia, La cucarachita Martina,
Ricitos de Oro. Y aunque a todas llegué a memorizarlas, prefería su
narración melodiosa.