martes, 9 de diciembre de 2014

El color de la igualdad

Por Susana Alfonso Tamayo
Como lobo bajo piel de cordero, la violencia contra la mujer se disfraza, se agazapa, devora la sociedad. Con vestidos de tradiciones, preceptos heredados generación tras generación, actitudes “justificadas”, cubre la desnudez de su crueldad.

De la violencia de género hemos escuchado hablar muchísimo y siempre que pensamos en ello nos viene la imagen de la mujer golpeada; sin embargo, pocas veces calculamos esas otras expresiones silenciosas e inmateriales que dejan huellas aún más dolorosas que los moretones o cortadas, e incluso olvidamos buscar la semilla que hace germinar este mal.
De acuerdo con datos manejados por la Organización de Naciones Unidas (ONU), en el 2014, un 38% de los asesinatos de mujeres en el mundo han sido cometidos por su pareja. Al escuchar esta cifra nos alarmamos, sobre todo porque no constituye una realidad ajena a nuestra cotidianidad. Las historias de crímenes pasionales se suceden y despierta curiosidad e indignación.
No obstante, gran parte de esas mismas personas indignadas justifican la infidelidad en el hombre pero no en la mujer; y aún así, luego del incidente se preguntan ¿qué derecho tiene él para quitarle la vida luego de que en un clima infectado de alcohol se enterara de que ella podría serle infiel?
El derecho se lo da, en gran medida, la sociedad desde que –inconscientemente- no logra olvidar  del todo aquellas reglas antiguas en las que una mujer sorprendida en adulterio debía ser apedreada hasta morir.
La violencia de género no se encuentra solo en los puños de quien la perpetra, se halla en la discriminación y desigualdad subyacentes en cada espacio, rasgos que se manifiestan, como al principio comentaba, de disímiles maneras, algunas que no llegamos a considerar.
Cuando una mujer, por su condición de mujer, debe ser quien atienda a los padres enfermos aun teniendo hermanos hombres a pesar de que implique una cuota de sacrificio demasiado alta a pagar; en esos momentos en que su ascenso profesional se ve tronchado o lleva la condicionante de favor sexual; cuando se convierte en invisible doméstica o tiene que someterse a una doble jornada laboral –en el trabajo y luego en el hogar-, porque se supone eso es lo que alcanza luego de su emancipación; y en otros numerosos teneres y deberes que le impone los roles de género, la discriminación y desigualdad se alimentan y cobran fuerza.
Hace poco, en el espacio cinematográfico La séptima puerta, pude disfrutar de dos filmes que hacían llegar al televidente el testimonio de dos mujeres, una desde el Medio Oriente en guerra y otra en una India empañada por el infanticidio.
Sendas películas reflejan magníficamente la realidad de la mujer en sociedades donde costumbres, creencias, leyes humanas… sirven de abono para la violencia de género. Los testimonios de sus protagonistas podrían alarmarnos y hacernos creer que estamos muy distantes de tales barbarismos, y sí, quizás un poco, pero aún en el mundo occidental, como en el oriental, persisten tabúes que ensanchan la brecha entre el hombre y la mujer, en perjuicio de esta última.
Pese a lo mucho que se ha logrado arrastrar lo arcaico en el establecimiento de las relaciones entre ambos sexos desde la primera gran ola feminista de la segunda mitad del siglo XX, los vestigios patriarcales, de violencia e irrespeto, permanecen a flote.
Por eso no basta usar una prenda naranja o lila –en dependencia del llamado- un día marcado en el calendario. Hay que vestirse por dentro, como moda continua, con el color del respeto, la comprensión, el amor, con el color de la igualdad de género.

No hay comentarios:

Publicar un comentario